Viajar en los trenes chinos siempre es un placer, pero en esta
ocasión hay muchos factores añadidos: es el primero
que va de la capital china a la tibetana, es el más alto
del mundo, es seguido con atención por los periodistas
en cada estación...
El "Qingzang", como se le conoce en mandarín,
partió en la noche de ayer de Pekín y tras una breve
parada en Shijiazhuang, capital de la provincia vecina de Hebei,
se adentró en el corazón de China.
Un tren con 300 periodistas es poco tranquilo para los cerca de
600 pasajeros "de paisano" que han logrado el histórico
billete, y que son entrevistados, fotografiados y grabados constantemente
durante el viaje.
A uno de ellos, Zhuo Bingqi, no parece importarle: "me siento
muy afortunado de haber podido lograr billete, así que
pregunte lo que quiera", exclama.
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Zuo,
jubilado pequinés de 61 años, corrió
a la estación al enterarse por el periódico
de que los billetes para el primer tren estaban en venta
y no eran excesivamente caros, aunque "sin muchas esperanzas
de que quedara alguno".
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Para
su sorpresa, no había casi nadie en la cola para comprar
el billete de "asiento duro", la clase más barata,
que cuesta unos 45 dólares.
Zuo no tiene miedo al mal de altura que puede padecer el viajero
de este tren, pues él se considera entrenado: "una
vez a la semana escalo las Colinas Perfumadas, en las afueras
de Pekín", comenta.
Por fuera, el nuevo tren a Lhasa, parece un tren chino normal
y corriente, con su característico color verde oscuro,
y una placa en cada vagón donde se indican el origen y
el último destino.
Por dentro, sin embargo, hay pequeñas diferencias: los
carteles informativos del baño, los dormitorios o la máquina
de agua caliente para el té están en chino, inglés
y tibetano.
Austeras decoraciones tibetanas en las puertas, baños más
limpios y espaciosos que los que habitualmente hay en los trenes
chinos y una mullida alfombra que los viajeros de la clase más
barata usan de colchón, completan las diferencias entre
el Qingzang y los ferrocarriles ordinarios.
En
total hay 870 pasajeros, divididos en tres vagones de
asiento, dos de "cama blanda" (la clase más
cara) y ocho de "cama dura", estos últimos
convertidos en auténticos estudios de grabación,
llenos de ordenadores portátiles y cámaras
de los periodistas, que pelean por lograr un enchufe.
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Linyulan,
una de las pasajeras, recorre los vagones recogiendo las firmas
de todos los viajeros, periodistas incluidos, para así
guardar un recuerdo imborrable de la travesía.
Otros pasajeros se toman el trayecto con mayor tranquilidad, como
si fuera uno más, y se dedican a jugar a las cartas, comer
fideos instantáneos -el alimento rey de los viajes en tren
chinos-, o simplemente dormir lo más posible, que el viaje
es largo y no es bueno llegar a Lhasa agotado.
Un viajero se ha llevado una olla a presión porque, según
dice, en el Tíbet es la única forma de que las cosas
queden bien cocinadas, debido a la falta de oxígeno.
Sobre las camas y sobre los asientos del tren, también
en previsión de la falta de oxígeno, hay varias
espitas que, al ser giradas, pueden dar una ración extra
del gas a quien lo necesite.
"Esto es un sueño, una experiencia inolvidable",
señala Qu Pengwei, una chica de 25 años que viaja
en compañía de su padre, aunque reconoce que el
viaje de vuelta lo hará en el avión, para ahorrar
tiempo y poder pasar más días en Lhasa.
Mientras, en los pasillos, los viajeros fumadores agotan compulsivamente
sus últimas cajetillas porque saben que mañana,
cuando el tren entre en el altiplano, tendrán prohibido
fumar debido a la menor concentración de oxígeno
en el aire. EFE